de Marta Zubieta
(2º parte)
Dos hombres se aproximan a la escalinata, riéndose, sin apuro, alejados totalmente de nuestro recogimiento. Ellos cumplirán con su trabajo, nosotros con nuestro amor. Mi malestar se ha ido, estoy presa de lo cotidiano, de las personas que se consuelan llevando sus ramos de flores y de las otras que se sientan sobre sillas plegables en las entradas de las bóvedas en espera quizá de un milagro o de un perdón. Entramos en un recinto amplio para esperar nuestro turno. En cuanto me siento, percibo un olor determinante, único, que siempre asociaré a huesos calcinados. Tomás inquieto y fiel a su hábito camina de un extremo a otro. Yo observo los rostros. Todos están serios y callados, tal vez, mirándose hacia adentro. Somos unas cuantas familias y cuando llaman para entregar las cenizas y los huesos, que los empleados trituran con un rodillo, varias personas entran por una puerta que me produce una aversión extraña. Como es mi costumbre cuando la emoción es demasiado intensa, busco distraerme con lo inmediato. Mi juego consiste en ver salir a las personas que han cumplido con su trámite. Los minutos se convierten en una hora y nadie sale, únicamente entran a intervalos regulares. Le pregunto a Tomás si hay otra salida; como a una hermana menor me explica que solamente existen dos: una por la que entramos y la otra, oculta, por la que pasan los ataúdes.
Oímos unos llantos y unos gritos. Tomás se adelanta a mi reacción y me explica, que aunque existe una limitación, igualmente es impresionante entrar en el recinto de los hornos y recibir las cenizas aún calientes. Me cuenta sobre la muerte de un hombre que tuvo un síncope cardíaco, cuando no existían restricciones y los familiares podían elegir presenciar desde el principio la cremación. Mi intranquilidad es más importante y empiezo a transpirar, a caminar, a escaparme por breves momentos. Tomás ha percibido mi desasosiego y trata de animarme con sus ocurrencias ingeniosas. Yo le repito obsesivamente: —Ninguno volvió a salir— Me mira paternalmente, y mientras me acaricia el rostro decide: —Con uno basta, yo entraré solo María Clara.
Continuará...
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