de Marta Zubieta
(1º parte)
Un trámite, una responsabilidad, una nostalgia y la muerte, demasiado cerca en la mañana de soberbia vida. Sobre el ataúd, también soberbio, los rayos del sol juegan irrespetuosamente. El misterio es por mi fe, una esperanza de reencuentro, una lógica consecuencia de la perfecta armonía. Escucho a mi hermano recordar su infancia en los años dorados de hijo único. Me complazco con sus vivencias y siento intensamente en esos instantes tan nuestros, tan de ramas del mismo árbol, la savia que nos reconforta el alma, lo único que prevalecerá en cualquiera de nuestras caídas. Infancia, cobijo de amor y ejemplos, riquezas del dinero que tuvo su fulgor, y riqueza invisible, amada y genuina como la propia piel.
Aprieto la urna mientras soy más amiga del sol y del cielo abierto y azul. El traslado se demora y observo la chimenea aún dormida. Una sensación extraña me estremece, es como un alerta de peligro que se agudiza cada vez que miro el ataúd. Considero a mi impulso de huida un retroceso infantil, un absurdo brote de niña que me confunde. Me obligo a quedarme quieta y miro el brillo alrededor del nombre de mi padre, el bronce del ataúd. Un ataúd de bóveda, pulcro y cuidado, un seguro negocio inmediato, ¿de quiénes? La urna no es valiosa, las épocas son diferentes y los deudos no tenemos derecho a un trueque por el ataúd, solamente nos pertenecen los despojos. Me rebelo por aceptar lo incorrecto y me juzgo por esa inercia tan peculiar del mundo.
Continuará...
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