Esos días del pasado llegan a mí con la realidad de cada amanecer, como si fuese imposible dejar en ellos el signo lejano del recuerdo.
No comprendo el origen de la conciencia, la que me distrae y apresura, sin piedad, sin explicación. La soledad me ha estado persiguiendo tantos años, a pesar de que me escondí de sus efectos, de sus amarguras.
Esos días del pasado llegan con la vigencia del presente, como para demostrarme que jamás se fueron ni jamás se irán. Selene, la mujer que ocupa mis desvelos, en un ingrato rincón calla fríamente cuando intento entablar una conversación, proferir una palabra. Me rindo fácil a los encantos de la nada. En mis noches alegres las paredes responden y mi estupor y vigilia escapan. Los amigos que encuentro en la ciudad saludan y no dejan de caminar, creo que es parte de una comunicación y una amistad que aún no ha empezado. Y de regreso a mi seno, hablo con Selene, quién desde su pulido pedestal dirige miradas de atención a mis insípidos y animados comentarios. A veces noto cierto vacío en sus ojos, como si se tratase de una piedra y no me reflejara el más mínimo sentimiento.